Por: César Molina

En un giro inesperado en el mundo del béisbol, los San Francisco Giants anunciaron con bombos y platillos la contratación de Alberto González Chaparro, lanzador estrella de Parral. Pero eso no era todo: después de dominar la lomita en su primer juego, tenía una cita con los Atléticos de Sacramento esa misma noche. Para cualquier otro pitcher, esto sería una locura. Para Alberto, apenas calentamiento.

El verdadero reto comenzaba cuando terminara su juego con los Giants. Mientras otros jugadores se relajan en el vestuario, él tenía una misión: nadar por toda la Bahía de San Francisco hasta la Bahía de San Pablo, y luego, como si fuera el pez más audaz del Delta, seguir nadando río arriba hasta Sacramento. Todo esto antes de su próximo turno en el montículo.

El público estaba dividido. Algunos pensaban que era imposible, otros decían que era una estrategia de acondicionamiento físico nunca antes vista. Pero los managers de ambos equipos, sin saber cómo manejar la situación, optaron por el único razonamiento lógico: «Si sigue lanzando strikes, que haga lo que quiera.»

Mientras Alberto avanzaba por las aguas turbulentas de la Bahía, los fanáticos lo seguían desde los puentes, las costas y hasta en kayaks, vitoreándolo como si estuviera en una maratón acuática olímpica. Los tiburones locales miraban con respeto, los peces pedían autógrafos y una gaviota intentó hacerle una entrevista en pleno trayecto.
Finalmente, tras horas de nado y una entrada en Sacramento digna de película, Alberto se presentó en el estadio, aún empapado, listo para su segundo juego del día. Su lanzamiento inicial fue un meteoro tan veloz que dejó una estela de agua detrás de la bola. Nadie pudo explicar cómo lo logró, pero los Atléticos sabían que habían contratado a un verdadero fenómeno. Y así, con un brazo de acero y pulmones dignos de un nadador olímpico, Alberto González Chaparro completó una hazaña jamás vista en el mundo del béisbol.

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