
Por: César Molina
Episodio 3: «El Altar de las Vírgenes»
Con el retumbar distante de las campanas aún resonando en sus oídos, el grupo avanzó hacia el corazón oscuro de la cueva. La penumbra se hizo más profunda y, a diferencia de la luminosidad casi mística de la Sala de las Campanas, en estos pasajes la única luz provenía de sus cachumbas—esas viejas lámparas mineras que proyectaban un halo anaranjado sobre las húmedas paredes. Para no perderse en el laberinto subterráneo, además se aferraban a un robusto lazo de guía, trenzado y firme, colgado de los costados de la roca, que servía de salvavidas en medio de la vorágine de oscuridad.
A medida que se adentraban, el eco de sus pasos se mezclaba con el revoloteo inquietante de cientos de murciélagos que emergían de esquinas casi imposibles. Estos pequeños habitantes nocturnos trazaban danzas caóticas en el aire, realzando el ambiente de misterio y cautela. La cueva, en su inmensa y antigua quietud, parecía guardar resguardado un secreto aún mayor al final de ese angosto corredor.
Poco a poco, la maleza de sombras se disolvió ante la silueta majestuosa de la Sala de las Vírgenes. Allí, el entorno se transformó en un altar natural de enigmática belleza: formaciones rocosas esculpidas por el tiempo, dispuestas en un salón que evocaba catedrales olvidadas, con arcos y bóvedas que parecían custodiar un espíritu ancestral. La atmósfera era a la vez reverente y perturbadora, invitando a la introspección y al asombro.
Justo cuando el grupo comenzaba a maravillarse ante aquella escena, se escucharon pasos y risas contenido entre la penumbra. De entre las sombras emergieron Don Cuco Reyna, con su porte imponente y mirada cargada de historias, Don Chano Duarte, de gesto afable y ruta llena de anécdotas, y Eloy Morales, siempre jovial y sorprendido por cada rincón de la cueva. Llegaron tarde, pero inundados de alegría, como si cada segundo perdido fuese compensado por la magia del lugar.
Acompañándolos, un pequeño grupo de niños perdidos se unió a la comitiva, sus ojos brillando con la inocente chispa de la aventura, redescubriendo el camino entre los laberintos de la oscuridad.
Raúl Vela, conocido como “El Diablo”, se movía en la sala como en su propia morada, mostrando un aire de complicidad con aquellas sombras antiguas. Mientras tanto, Rafailito Guerrero “El Bribón” no perdía ocasión de soltar comentarios ingeniosos, aligerando la tensión con risas nerviosas. LenchoZepelin, Don Isaac Lara y Chente Vela “El Panzón” observaban en silencio, absortos en la magnitud del misterio que los rodeaba, analizando cada inscripto y cada forma que la roca parecía narrar.
La Sala de las Vírgenes, iluminada por la luz trémula de las cachumbas y vigilada por el lazo de guía, se revelaba ante ellos como el sanctasanctórum de la cueva. Cada rincón parecía impregnado de antiguas plegarias y recuerdos de ritos olvidados. El conjunto de figuras—las venerables formaciones, los ecos insistentes de los murciélagos y la llegada redentora de nuevos aliados—creaba una sinfonía de suspense y reverencia. En ese altar natural, la unión de viejos y nuevos compañeros prometía descifrar, al fin, el misterio que la Cueva del Diablo había guardado durante siglos.
¿Será que en este sagrado recinto descubrirán la clave para transformar su destino y sellar su leyenda en las profundidades de la tierra? La aventura, teñida de fantasía, emoción y un toque de terror sublime, apenas comenzaba a desplegar sus alas en este brasier de sombras y luz. ¡La travesía continúa!






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